jueves, octubre 06, 2005

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Jacinto tomó el estuche del ukelele y lo coloco ceremoniosamente sobre la mesa, justo sobre las cartas del juego de canasta, El Manco, El Cojo y Pacheco sentados alrededor del juego, esperaban ver la mercancía.

Al otro lado de la ciudad, el algún lugar de Cuautitlán Izcalli, un trailer era descargado en una bodega clandestina, disfrazada de escuela privada, era el tipo de edificios que podían pasar desapercibidos en los suburbios de una ciudad como la de México. Un Japonés coordinaba la operación. Piezas de alta tecnología, colocadas con maestría en “triangulitos” Boing, listas para ser ensambladas por cual quier persona con un mínimo de conocimientos en cabezas nucleares. La primera etapa estaba casi completa, la segunda era el encuentro y para cuando llegara el momento adecuado de la tercera, Kasumasa Ikenaga se encontraría muy lejos como para que alguien hilara su presencia en tierras aztecas.

En el privado del Balalaika, el Gordo Samoano mostraba el contenedor de seguridad el plutonio.

-Lástima que lo que necesitamos es uranio, ¡gordo imbécil!- Dijo El Manco -¿Qué, crees que vamos a construir una máquina del tiempo a partir de un auto?.-
-Pue’ ubieran pedido uranio entonces- replico Jacinto, - el Gordo trae lo que le piden, ahora, quiero ver el dinero-.
-Nada de dinero- interrumpió Pacheco –Danos lo que queremos y te entregaremos el dinero.-
No acababa de terminar la frase cuando se abrió una puerta al fondo del privado, era Lenin, la bailarina estrella que buscaba al Cojo, era de todos conocido la rutina que se seguía en el Balalaika si una de las chicas quería ver su dinero.

Con El Gordo Samoano y La Lenin buscando el dinero del Cojo en un extremo del hediondo lugar, el Cojo se puso nervioso y con la pierna buena apoyada a la pata de la mesa, se aventó hacia atrás, lo que el Detective Pacheco interpretó como la señal para eliminar al Gordo.
El lugar no olía mas que a pólvora. Cinco cuerpos entre sangre, propia y ajena, yacían en el lugar. Debajo de la mesa se escuchaba, débilmente entre gorgoteos de lo que obviamente era sangre, una voz de mujer: -¡Cojo! ¡Pacheco! Están bien?.-